Corazón de gato

El crepúsculo rozaba el horizonte cuando el joven trotamundos y su gato llegaron a aquel pueblo. Era invierno, el invierno más crudo que recordaban los centenarios de la zona. Nieve por doquier, hielos vehementes y certeros: se imponía encontrar refugio para pasar la noche antes de que el frío, desatado y cortante, campara a sus anchas aliado con la oscuridad.

Puerta por puerta, la pareja de caminantes buscó ayuda pero tras ninguna encontraron cobijo, que parecía que la helada era aún más intensa en el interior que en el exterior de las casas. "Fuera de aquí, andrajoso. Apáñate como puedas", "¿Cómo? ¿Que te acompaña un gato? ¡Zape! ¡Zape!". Y así una y otra vez: respuestas diferentes, mismo rechazo y ni un ápice de humanidad. Cansado y aterido, el muchacho dejó de intentarlo y volviendo sobre sus pasos, optó por arrebujarse en el porche de una pequeña iglesia ubicada en la plaza, demasiado abierto, demasiado diáfano, pero con un raquítico techado que ofrecía algo de consuelo y protección bajo sus tejas viejas. Agazapado en el rincón menos expuesto a la ventisca, se arrebujó bien en sus ropajes, envolviéndose además con un paño raído que sacó de su hatillo. El gato, su compañero inseparable, no tardó en acurrucarse sobre su pecho y allí, ovillados y compartiendo cada brizna generada de calor mutuo, se dispusieron a sobrevivir.

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Puerta por puerta, la pareja de caminantes buscó ayuda pero tras ninguna encontraron cobijo...

A la mañana siguiente, los vecinos del pueblo los encontraron abrazados e inertes en aquel rincón que habían hecho su refugio, prácticamente dos esculturas de hielo cubiertas por la escarcha. La gélida estampa llenó de confusión, curiosos y arrepentimiento el escenario de aquel drama ante el que todos evitaban alzar la vista al sentirse extrañamente culpables por no haber hecho nada para ayudar. "Si les hubiera dejado cobijarse en el pajar...". "Si les hubiera ofrecido un cuenco de estofado caliente...". "Si les hubiera prestado esas mantas gruesas que no uso...". Demasiados "hubiera" flotando en el ambiente pero, por desgracia, demasiado tarde. En mitad de la turbación general, alguien se dio cuenta. Un temblor... Un leve gesto... ¡El chico respiraba! Débilmente pero aún estaba vivo y mientras hay vida... Varios vecinos le cogieron en volandas y todos ofrecieron sus camas, sus chimeneas, sus ropas, sus mantas, en una competición de tardía generosidad que más que ayudar intentaba limpiar el estigma de su reciente vergüenza. Nadie, sin embargo, se ocupó del gato que, tristemente, no había tenido tanta suerte como el chico. Una joven fue la única que se quedó acariciando su frío pelaje a modo de afectuosa despedida. La única que lo había entendido todo. Porque si el chico seguía vivo era gracias a aquel animal que había gastado las vidas que le quedaban para convertirla en calor durante la noche, sacrificándose para evitar que el pecho del muchacho se congelara. Y así, un corazón humano seguía latiendo gracias a otro corazón. Un corazón humano seguía latiendo gracias a la entrega de un ser pequeño en tamaño pero grande en espíritu. Un corazón humano seguía latiendo no por la intercesión de sus congéneres, indiferentes al sufrimiento, sino gracias a la cálida generosidad de un gato y a su inmenso corazón.

Texto original publicado en Facebook @congatosloloco (**/01/2017)

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