La casa de los gatos perdidos...

Aterida de frío y con los zapatos empapados, Elena llegó a aquella casa. Varios indicadores y letreros que jamás había visto la habían conducido hasta su puerta más allá de los límites del pueblo e incluso más allá de lo que podían considerarse las afueras. Y por fin, tras horas de incertidumbre, de búsqueda y de caminata allí estaba ella, frente a una puerta que pudo ser señorial hacía mucho tiempo con sus nudillos preparados y dispuestos a llamar. Porque su gata no había regresado de su último paseo, no aparecía por ningún sitio y según las indicaciones de las flechas y del cartel clavado junto al camino de acceso allí dentro se podía encontrar todo lo que se hubiera perdido. Todo. Solo había que golpear tres veces la ajada madera y traspasar la puerta.

Toc, toc, toc.

Nada más sentir el último golpe, Elena retiró la mano mientras la puerta, cerrada hacía un instante, dejaba de oponer resistencia para abrirse entre chirriantes gemidos y hacer accesible un interior oscuro del que emergió la voz afable de un anciano que portaba como guía un tímido quinqué.

-Pase, señorita, pase. ¿En qué puedo ayudarla?
-Pues verá, señor. Es que estoy buscando a mi gata y como aquí se puede encontrar todo lo que se ha perdido...
-Sí, sí, si ha perdido algo ha venido al sitio adecuado. Permítame que sea su guía.

Una vieja y cálida mano agarró con confianza la mano helada y temblorosa de Elena para conducir a la chica casi en volandas hasta una estancia enorme atiborrada de pared a pared y casi hasta el techo con estanterías y cajones llenos casi de cualquier cosa: gafas de sol, paraguas aún mojados, pelotas de fútbol, muñecas de trapo, jaulas vacías, cubos de playa, patitos de bañera, teléfonos inteligentes, transistores a pilas, maletas de piel, plantas marchitas, bombillas incandescentes, lápices sin punta, lazos del pelo, cintas de casete, cinturones de seguridad, borlas de maquillar, cuadros de pintores prodigiosos, madejas de lana, alfombras persas, alguna cámara de fotos, un sombrero de ala ancha y hasta un barco pirata. Y al fondo, tras una cortina que el anciano traspasó decidido, un habitáculo lleno de gatos.

-¿Una gata, dice? ¿Y está buscando una concreta o le vale cualquiera de estos?

Elena se sintió que le faltaba el aire: varias decenas de ojos felinos se clavaron ansiosos, impacientes y suplicantes en ella.

-Yo... Yo... Yo busco a mi gata: bajita, atigrada, juguetona...
-Mmmmm... Una lástima que usted busque solo a esa gata en concreto cuando hay tantos gatos por los que nadie pregunta jamás. ¿No cree? Pero las cosas son como son. Acompáñeme por aquí, a ver si la suya está en la remesa de objetos recién recibidos.

Elena siguió al anciano hasta otra habitación más pequeña y menos abarrotada y allí, en un rincón, la encontró: su gata, la misma que saltó emocionada a sus brazos nada más verla.

-¡Mi niña, mi niña! ¡Eres tú! ¿Nos vamos a casa?
-Por supuesto, que ya es hora. Ha sido un placer haberlas ayudado.

A punto estaban de salir por la puerta principal cuando Elena no pudo evitar preguntar.

-Disculpe, señor... ¿Qué será de todos esos gatos perdidos? ¿Encontrarán a sus dueños?
-Uy... ¿Quién sabe? Algunos llevan conmigo demasiado tiempo, tanto que incluso aquí, donde se encuentra todo, han perdido la esperanza. Otros no llevan tanto y esos quizá tengan la oportunidad de regresar. Pero usted no se preocupe, vaya, vaya. ¿O no tiene ya lo que vino a buscar? Márchese, guarde bien a su gatita y no la vuelva a perder, ¿eh? Que quizá la próxima vez no tenga tanta suerte.

Gatos observando la luna. Ilustración de Linda Bachrach.
 
¡Qué distinto el camino de regreso con su gata entre sus brazos! Un paseo hasta su hogar, ese en el que muchacha y gata se mimaron, acariciaron y jugaron hasta acurrucarse en el butacón frente a la estufa donde se quedaron dormidas. ¡Qué maravilla volver a estar juntas! Y sin embargo... A pesar de la alegría, Elena no podía olvidarse de los gatos perdidos, algunos incluso olvidados. ¿Cómo alguien podía dejar de buscarles? Y entre retazos deshilachados de sueños tomó una decisión que su gata apoyó con ronroneos sinceros: al día siguiente harían algo para ayudarles.

Nada más amanecer, Elena salió con intención de volver a la extraña casa y decirle al anciano que quería darles un hogar a todos los gatos que allí tenía, que ella les cuidaría y les querría, que no estarían perdidos ni solos, que ella les reclamaba, les rescataba...

Pero era demasiado tarde.

El edificio, los indicadores, el anciano, los objetos y todos los gatos ya no estaban donde ella recordaba: se habían esfumado y no volvería a encontrarlos jamás. Pero algo en su interior había cambiado. Firme y decidida ante la parcela donde el día anterior vivió aquella peculiar y casi turbadora experiencia, Elena juró que a pesar de no poder hacer nada por aquellos que habían desaparecido al menos podría hacer mucho por los gatos en apuros que a partir de ahora encontrara en su camino. Y justo en el momento en el que sellaba su promesa con una lágrima lejos de allí, en cualquier otro lugar, una casa, un anciano y su colonia de gatos perdidos sonrieron complacidos.

Y ronroneo ronroneado, este cuento con gatos perdidos se ha terminado.

Texto original publicado en Facebook @congatosloloco (02/02/2018)

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