Un okupa entre los trastos

Érase una vez un día cualquiera a eso de las 19:15. Yo estaba preparando la cena cuando me sonó el móvil y descolgué. Era mi marido, pidiéndome que cogiera un transportín y fuera cuanto antes a la clínica veterinaria. "Pero... ¿qué ha pasado?" "Tú corre." Y corrí. Le encontré en la sala de espera, con cara de circunstancias y una bolsa de rafia de las de hacer la compra en la que tenía a un gatito pequeñito al que había encontrado cruzando solito una carretera, esa atestada de coches por la que él va y viene todos los días, esa en la que esta vez, al verlo, se detuvo para recoger al pequeñajo de la alcantarilla en la que, asustado, trataba de protegerse. Menos mal que, llamadlo destino o lo que tenía que ser y fue, cuando le pidió que saliera, el gatito se le acercó y se dejó coger. Y hasta ahí la narración de lo ocurrido, seguida de risas nerviosas al hilo de un "Es que le llamé y vino" y un "Vale. ¿Y ahora qué?" Y entonces llegó nuestro turno.

La veterinaria le vio bien a pesar de todo: sucio, mojado, famélico, pulgoso, con las almohadillas de la manita derecha en carne viva y algunas marcas y cicatrices indeterminadas. Pero este chico es un campeón y aguantó estoico revisión y limpieza de ojos y orejas, desparasitación interna y externa, cura de la manita, pesaje (350 gr.), termómetro (sin contacto, ¿eh?) y el resto de manoseos varios propios de la revisión a un gatito de mes, mes y pico recién llegado de la calle. ¿Veredicto? A casa y en estricta cuarentena. "¿Cuarentequé?" A estas alturas la que tenía cara de circunstancias era yo porque ¿dónde íbamos a meterle? Con otros dos gatos en casa nuestra única alternativa era el cuarto de los trastos, un lugar prohibido habitualmente a Noa y a Elmo y que como su propio nombre indica ni es el Ritz ni estaba preparado para recibir visitas pero bueno, es lo que había y tras adecentarlo un poco ahí es donde el gatito está por su seguridad y la de los demás desde hace una semana y lo que te rondaré, morena, que además de los toxocara que nos esperábamos pero ¡puaj! ahora ha dado la cara una fea infección por bacterias en la articulación del tarso de la pata posterior izquierda que han tenido que drenarle, que estamos tratando con antibióticos y que restrasará un poco sus vacunas pero ¡tiempo al tiempo y todo sea por su bien!

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El recién llegado, disfrutando de su cuarentena. ¿Tiene o no tiene cara de ser un raspa?

Y desde entonces os puedo asegurar que no hemos parado: veterinario para el raspilla y para los gordos, búsqueda de latitas de paté BabyCat, compra de desinfectantes varios (para las manos, para el suelo, para la ropa...), de patucos y guantes, de empapadores, de cacharros de usar y tirar, etc. Pero bueno, dejando de lado la organización cuarentenil (de la que ya hablaremos otro día) pues aquí le tenéis. ¿A que es guapete? Por ahora le llamamos Raspa: no es elegante pero tampoco definitivo porque por aquí tardamos bastante en bautizar a los recién llegados y aún no le hemos visto ni tocado ni olido lo suficiente como para adjudicarle nombre pero de alguna manera hay que llamarle mientras eso ocurre, ¿no creéis?

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