El santuario de los gatos olvidados

Cargado con su mochila y con la linterna en la mano, Diego avanzaba por el oscuro túnel con la sensación nada desencaminada de que aquel pasadizo se adentraba hasta el centro mismo de la tierra. Desde que había atravesado la desvencijada ranura de acceso, esa que encontró por pura casualidad hacía unos días entre los escombros de aquel sótano, llevaba lo que parecía una eternidad caminando sin detenerse más que para beber un poco de agua pero sin haber llegado a ningún lado. Eso sí, a pesar de la espesa negrura, de la creciente humedad y de un par de intimidantes arañas con las que se había cruzado, podía dar gracias de que aunque angosto, el corredor subterráneo era lo suficientemente amplio como para poder caminar erguido y con una pendiente tan suave como para acometer el gradual descenso con seguridad y sin necesidad de cuerdas. De eso y de que, gracias al cielo, él no sufría de claustrofobia.

Con cada paso, miles de preguntas asediaban al muchacho. ¿Quién habría construido aquel túnel? Y ¿para qué? Porque el pasadizo en cuestión atravesaba en secreto el subsuelo de la ciudad, penetrando hasta lo que parecía su corazón mismo. Pero ¿qué puede guardar el corazón de una urbe para necesitar permanecer oculto a los ojos del mundo? Paso a paso. Pregunta a pregunta. Ensimismado por completo. Hasta que el haz de la linterna chocó de repente con el final del camino: el túnel se había terminado. "Fin de trayecto, chaval. ¿O qué narices pensabas encontrar aquí? ¿Un tesoro?" Decepcionado, Diego no pudo evitar golpear la pared con los puños y fue una suerte porque al hacerlo se dio cuenta de que el muro no sonaba como un muro. Sonaba ¿hueco? ¿Una puerta tal vez? Emocionado, buscó tanteando manivelas o pomos y al no encontrarlos empujó con todas sus fuerzas. Efectivamente, la pared cedió, no mucho pero sí lo suficiente como para poder colarse hasta el otro lado. "Llega el momento de encogerse... Vamos... Vamos..." Y os aseguro que el esfuerzo mereció la pena. 

Una cavidad ¡inmensa! se abría al otro lado y permanecía iluminada por una fosforescencia sorprendente que bañaba el ambient salpicado por un tufillo vaporoso y un rumor familiar que golpearon los entumecidos sentidos del muchacho y le hicieron ponerse en guardia. "Huele... Huele... ¿A gato?" Y delante de él, donde antes le pareció que no había nada, empezaron a brillar ¿ojos? Un par aquí. Otro par allá. Uno solo delante de él. ¡Cientos de pares de ojos y algunos ojos solitarios rodeándole! Y ronroneando. Purrrrrrrrr... Purrrrrrrr... Purrrrrrrr... Porque ese era el secreto que guardaba el corazón de la ciudad: un santuario de gatos, un refugio para todos los callejeros olvidados, un reino bajo tierra para aquellos que tuvieron que escapar del mundo humano en un intento por sobrevivir.

Una gata de colonia mirando de frente al infinito...

Al percatarse de su presencia, una gata preciosa y magnífica se separó del grupo y adelantándose a toda la fantasmagórica colonia se acercó hasta Diego para parlamentar con él sin articular maullido alguno, en conexión directa de mente a mente.

- ¿Entiendes que la existencia de nuestro reino debe permanecer en secreto?
- Lo entiendo.
- En tal caso, descansa cuanto necesites y cuando estés repuesto, sal por donde entraste y cierra la puerta.
- Pero... ¿Estaréis bien aquí tan solos?

A modo de respuesta, la gata simplemente se dio la vuelta y, de un salto, desapareció.

Diego pasó unas horas con los gatos olvidados, descubriendo los secretos de su refugio y disfrutando de su cálida hospitalidad hasta que llegó la hora de marcharse de aquellos dominios gatunos para no regresar jamás. Y les guardó el secreto, ¡vamos si lo hizo! Y también la puerta. ¿O acaso alguno de vosotros ha oído hablar alguna vez del santuario de los gatos olvidados? Pues, al menos de momento, así debe seguir siendo. Aunque para ser justos, ¿no os parece maravilloso que el alma de nuestras ciudades ronronee a pesar de todo?

Texto original publicado en Facebook @congatosloloco (22/05/2017)

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