Almendros en flor...

Micifuz miró con sus enormes ojos de gato a la anciana, aquella que le había rescatado siendo un gatito y que le había dado cobijo, cariño y calor durante unos cuantos años. Llevaba tiempo enferma, muy enferma, y estaba claro hasta para él que su camino estaba llegando al final.

- Ay, Micifuz... Estoy tan cansada... No creo que alcance a ver mis amados almendros en flor...

El gato miró por la ventana y se fijó en los árboles cuajados de capullos a puntito de abrirse. Con el amanecer, las laderas quedarían cubiertas de blanco. Pero aún quedaba un rato para eso... ¿Se abrirían a tiempo? Y de repente lo tuvo claro: si las flores no llegaban a tiempo, habría que salir a buscarlas.

Micifuz saltó de la cama, salió de la casa y corrió raudo hacia las colinas del este, hasta el lugar donde el sol acariciaría antes a los primeros almendros del valle. Y con la aurora compitiendo con la perezosa luna que junto a una corte de estrellas aún se resistía a irse del cielo, Micifuz fue testigo de un milagro, el despuntar de miles de flores de un blanco rosado deslumbrante al son de los arrullos de los incipientes rayos de un nuevo amanecer. Y admirado por la belleza de aquel instante, el gato danzó, corrió y saltó entre las ramas cuajadas de flores nuevas, recogiendo en su pelo, con sus zarpas, con sus orejas y hasta en su cola, tantas como le fue posible. Y acarreando su preciada carga, su suavidad y su perfume, envuelto en pétalos suaves y una dulce fragancia, Micifuz regresó a la casa. Y cruzó su puerta. Y se subió a la cama. Y de un salto maravilloso hizo caer una lluvia de flores de almendro sobre su humana justo en el momento en el que el espíritu de aquella mujer, que tanto le había querido, estaba desligándose de aquel cuerpo amado e iniciando el viaje sin retorno.

- Mis flores... ¡Cuántas! Gracias, Micifuz...

Una sonrisa apacible iluminó la cara de la anciana enmarcada por una diadema de pétalos blancos y rosas y ese cabello de plata con el que él tantas veces había jugado.

- Buen viaje, humana... Buen viaje...

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Y de un salto maravilloso hizo caer una lluvia de flores...


Tras velar a quien tanto había querido acurrucado el día entero en su regazo inerte y sabedor de que, una vez fría ya debía haber llegado al buen destino que espera a las buenas personas, Micifuz se levantó y lamió con cariño y por última vez la mejilla de aquella mujer a modo de adiós. Y de un salto bajó de la cama. Y volvió a salir de su casa aunque esta vez para no regresar nunca jamás. Dejaba atrás mucha felicidad, mucho cariño, bonitos recuerdos y un nombre. Pero sabía que había llegado el momento de poner rumbo hacia nuevos valles, hacia nuevos destinos y hacia una nueva vida. Por suerte, era un gato decidido y confiaba en el futuro. Y es que lo sabía, que lo había visto y sentido, que los milagros, grandes y pequeños, existen aunque a veces se camuflen en los humildes pétalos de una flor y haya que salir a buscarlos.

Y ronroneo ronroneado, este cuento con gatos se ha terminado.

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